sábado, 27 de enero de 2018

Ahora como barritas energéticas

Antes de venir aquí hacía zumba dos veces a la semana y trampa en las clases de educación física. No es que fuera una genia engañando, creo que simplemente mi profesora entendía que el deporte no era lo mío, así que, cuando teníamos que hacer flexiones, yo me tiraba al suelo y fingía que lo intentaba. 

Llevo más de cinco meses en Estados Unidos. Los dos primeros los pasé yendo a soccer (fútbol) y a cross country (campo a través) casi todos los días. Levantándome temprano los fines de semana para ir a carreras, llevando barritas energéticas en la mochila e intentando comer mucha pasta para darle a mi cuerpo la energía que necesitaba (tampoco es que fuera a decirle que no a una excusa para comer pasta). 

Lo de soccer fue una casualidad del destino. Yo vine con la intención de apuntarme a deportes, porque me habían dicho que era algo casi necesario si quería volver a España caminando en vez de rodando. Y que ayudaba a la hora de hacer amigos. Pero si alguien me hubiera dicho que iba a apuntarme a un equipo de fútbol me habría reído en su cara. Y bien fuerte. Para que entiendas el motivo de mis carcajadas: estuve en fútbol cuando tenía seis años. El partido que jugamos para que lo vieran los padres lo pasé paseando de un lado a otro saludando como si fuera una princesa. El balón era algo que los otros niños perseguían y que yo no tenía ningún deseo de tocar. Durante los partidos de fútbol importantes, esos en los que mi casa se llenaba de amigos de mis padres que venían a verlos, yo no miraba la tele ni una sola vez. Al salón iba porque había papas fritas.

Pero resulta que estoy quedándome con una familia de acogida, que me acoge porque sí y sin recibir nada a cambio, y la hija de esta familia concreta (la que se convertiría en mi hermana americana) me preguntó por correo que si me gustaría apuntarme a soccer. Eran esos correos en los que intentaba ser hiper mega agradable e hiper mega interesante, porque era una familia que me iba a acoger un año sin recibir nada a cambio y necesitaba gustarles. Le dije que no, pero no fue una negativa muy convincente. Y ella me dijo que no pasaba nada por ser mala, que necesitaban gente, no buenos jugadores. Las ventajas de ir a un instituto pequeño.

Intenté practicar antes de marcharme. Mis amigos me compraron un balón naranja, y trataron de enseñarme en el campo, en la playa y en los ratos libres. Aprender, no aprendí mucho. Así que cuando llegué a Estados Unidos mis habilidades futbolísticas seguían brillando por su ausencia. Pero Mary tenía razón, en el equipo necesitaban gente. Se alegraron de tenerme. Intentaron enseñarme y resultó que no era tan terriblemente mala como pensaba (solo relativamente mala). Aprendí mucho, y lo disfruté aún más.

Cross country fue más un amor a primera vista. Era el deporte en el que tenía pensado participar. También me recibieron con los brazos abiertos. Resulta que necesitaban gente casi tanto como en soccer. En cross country tuve más oportunidades, mejoré rápido y conseguí cosas pequeñas de las que me siento orgullosa.

Me enamoré de ambos deportes. El día que jugamos nuestro último partido lloré, y mi madre americana nos compró helado, porque el helado lo cura todo. Nuestra última carrera fue un poco más alegre. Aunque a lo mejor sería más correcto decir que me enamoré de ambos equipos. Porque cuando jugaba al fútbol me lo pasaba bien, pero cuando cantaba a gritos en la guagua con mis compañeras, ganáramos o perdiéramos, era feliz.

Cuando acabaron los deportes de otoño empecé natación. Yo (ilusa de mí) pensaba que cross country y soccer eran duros. Un paseo comparado con natación. Durante la primera semana, semana en la que nos limitamos a entrenar fuera de la piscina, me dolía todo. Sentarme en el váter era toda una aventura: coger aire, apoyarme en las paredes de los lados e irme dejando caer lentamente. Reprimir una mueca y un gruñido. Cuando nos metimos en el agua pensé en dejarlo. No me lo planteé seriamente, porque en solo una semana ya me sentía parte de una pequeña familia, y porque yo no soy de las que dejan las cosas, y porque no quiero engordar excesivamente, pero empecé a entender por qué Michael Phelps desayuna más de lo que yo como en toda una semana.

No me rendí, seguí quedándome en el instituto dos horas y media más cada día, tendiendo mi bañador por las noches y usando lentillas de forma constante. Hasta que me disloqué el hombro. Tuve que dejar de nadar durante casi dos meses, aunque seguí yendo a los entrenamientos todos los días. Aquí es así. No puedes nadar, pero sigues formando parte del equipo. Y mientras podía meterme en el agua lo odiaba, pero cuando tuve que estar mirando cómo otros nadaban y se cansaban, lo eché de menos cada día. Eché de menos reírme mientras estirábamos, los cotilleos en los vestuarios y las quejas conjuntas. Pero sobre todo, eché de menos esa sensación recién descubierta que mi padrino intentó explicarme muchas veces. Estar cansada, agotada, no poder más. Y sentirte satisfecha por ello.

Estoy empezando a participar otra vez, poco a poco. Ahora lo valoro más, pero me canso lo mismo.

Así que esta soy yo, cinco meses después. La nueva Elena, la que conoce la sensación de no poder más, pero hace caso a Dory y sigue nadando (o corriendo, en su defecto) aunque le falten aire y fuerzas. La que sabe lo que es pertenecer a un equipo. La que ha aprendido a renunciar a levantarse tarde los sábados, porque esos días suelen ser de carrera o de competición. La que se lleva una manta a la guagua para dormir en el trayecto. La nueva Elena, la que entrena todos los días, y no se queja (demasiado) a la hora de hacer deporte. La que come barritas energéticas.

Sin embargo, hay cosas que Estados Unidos no puede cambiar. Cuando nos ponen a hacer flexiones en natación, sigo haciendo trampas. Aunque ahora por lo menos lo intento de verdad.