Cuando todo esto empezó, sentía que estaba viviendo en un reality show. Que en cualquier momento alguien me iba a señalar la cámara escondida y me iba a decir que todo era una prueba para ver como la humanidad reaccionaba ante una pandemia mundial. Al principio de todo, en los momentos entre clases virtuales y juegos de mesa, miraba mi vida, la vida de los demás, y me parecía increíble, surrealista, que hubiese cambiado tanto en tan solo unas semanas.
Odiaba la incertidumbre, el no saber qué iba a pasar. Odiaba echar de menos. Solo poder ver a personas a las que necesitaba abrazar a través de una pantalla. Tenía, como supongo que teníamos todos, un poco de miedo, un poco de nervios, un poco de todo. En realidad, tenía tantos sentimientos que me costaba identificarlos por separado. Tristeza por estarme perdiendo los viajes y las fiestas, nerviosismo por la situación y la universidad, pena por los que lo estaban pasando mal, rabia por cómo se estaban gestionando algunas cosas, impotencia ante la imposibilidad de hacer algo.
Y en medio de todo eso, un poquito de ilusión también. No tanto ilusión porque estuviera pasando, sino por estarlo viviendo. Porque, como decíamos al principio, cuando se suspendieron las clases en Madrid y pensábamos que a los dos semanas estaríamos de vuelta, "estábamos viviendo algo histórico".
Fue en parte por eso por lo que decidí retomar el blog. Porque quería plasmar ese "algo histórico" de alguna manera. Contar mi experiencia a lo diario de Ana Frank, sin el componente trágico. Pero llega un momento en el que hasta las cosas históricas, las que nunca nadie pensó que pudieran pasar, las que parecen salidas de un programa de televisión, dejan de ser especiales. Le pasó a Ana Frank y nos ha pasado a nosotros.
Cincuenta días después, no me parece raro no salir a la calle, no tener planes los fines de semana más que limpiar la casa los domingos. Las cifras de muertos y contagiados se han convertido en un número ante el que nos sentimos casi indiferentes. Ya me sé todas las canciones que mi vecina pone a las siete, tanto las que me gustan como las que no. Antes me conectaba con tiempo a las clases virtuales, preparaba a mi alrededor todo lo que a lo mejor necesitaba, para no tener que levantarme de la silla y no perderme nada. Ahora enciendo el ordenador corriendo medio minuto antes, me olvido la mitad del material en el piso de arriba, y tengo que hacer un par de viajes por la escalera cada mañana. Ha llegado un punto en el que me parece normal quedar a través de la pantalla con mis amigos, hacer deporte en la terraza o en el garaje. Ya no es especial ir a tirar la basura, ni me sorprendo cuando alargan el confinamiento 15 días más. Me he acostumbrado ya a las mismas tres camisetas. A ponérmelas, lavarlas, y volvérmelas a poner. A no preocuparme por mis pelos de loca (tampoco lo hacía mucho antes) ni por mis outfits no conjuntados. Me gustaría decir que también me he acostumbrado a las mascarillas, pero lo cierto es que me siguen pareciendo igual de incómodas que la primera vez.
Pero menos eso, el resto de mi vida ha dejado de ser nuevo, diferente o surrealista. Los lunes son iguales que los jueves, cada domingo es idéntico que el anterior, y lo único que cambia es que el calendario de la nevera marca cada mañana un día más de cuarentena. Y en qué momento, estar encerrados en casa, se ha convertido en rutina.
A partir de pasado mañana se supone que podemos salir. Correr, pasear. Todos nosotros, y no solo los afortunados con perro o hijos pequeños. Un cambio en la rutina, en repetir lo mismo que llevamos repitiendo los últimos cincuenta días. Y parece que, poco a poco, iremos recuperando nuestra vida pasada. Los paseos por la avenida, las terrazas, las quedadas. Poco a poco, volveremos a otra rutina. A la de antes. La que, aunque no lo sabíamos, nos hacía felices.