miércoles, 11 de octubre de 2017

En Estados Unidos las pastas de dientes son más grandes

El título es solamente una referencia a todas las cosas nuevas, diferentes y alucinantes que estoy viendo y descubriendo. Por ejemplo, pastas de dientes en las que podría meterme dentro. Bueno, en realidad ya no, porque estoy engordando. Eso que dicen de que los americanos comen hamburguesas y papas fritas y comida rápida todos los días está resultando ser verdad. También hacen muchísimo deporte. Así que a lo mejor no estoy engordando, solo ganando "masa muscular". Sea como sea, los pantalones me están empezando a quedar estrechos. Y me parece que tengo más papada. Con lo poco que me gusta a mí la papada.

Porque sí, estoy en Estados Unidos. Llevo aquí poco más de dos meses. Y no es que sea una chica súper hiper mega afortunada que está teniendo unas vacaciones asombrosamente largas. Soy una chica súper hiper mega afortunada, pero por una razón bien diferente. Me dieron la oportunidad de venir a estudiar un curso a Estados Unidos, y dije que sí. De eso es de lo que va la entrada de hoy. De por qué dije que sí. Lo voy a explicar sobre todo para mí, porque hay momentos duros en los que me lo pregunto. También lo voy a explicar para esos a los que se les está ofreciendo la oportunidad de saltar, pero que aún siguen dudando en el borde del acantilado. Yo salté. Volar está siendo una experiencia dolorosamente maravillosa. Cada día más maravillosa y menos dolorosa.

Cuando tenía 13 años y me imaginaba a mí misma en primero de Bachillerato me veía en un instituto de Gran Canaria, con algunos amigos de mi colegio de toda la vida que habrían elegido el mismo lugar que yo para estudiar los dos últimos años antes de la universidad. Me imaginaba despertándome cada día en mi cama de casa, almorzando con mis padres y viendo Castle con mi hermana en mi tiempo libre (o no, no me acuerdo si por esa época estábamos tan obsesionadas con Castle como lo estamos ahora). Lo que sí recuerdo es que nunca, nunca, nunca, a mi yo de 13 años se le pasó por la cabeza que estudiaría primero de Bachillerato en un instituto americano en medio de Indiana, que estaría 10 meses sin dormir en mi cama y muchas semanas almorzando sin mis padres. Muchas semanas sin ni siquiera verlos.

Sin embargo, aquí estoy, escribiendo en el sillón del salón de mi familia americana, después de haber jugado al escondite por el instituto vacío al lado de unas chicas de las que, hace apenas unas semanas, nunca había oído hablar.

Mi abuelo piensa que estoy un poco loca. Creo que mi yo de 13 años también lo pensaría. 

El año pasado fue un amigo mío el que vino a pasar un curso a Estados Unidos. Recuerdo el momento en el que me enteré de que iba a hacerlo. Esa tarde fui a hacer la compra con mi padre y, mientras buscábamos los yogures o alguna otra cosa, le dije: "Papá, papá, ¿sabes que Luis se va a ir un año a Estados Unidos?" Lo dije como si me pareciera algo súper guay y una oportunidad maravillosa, no como la auténtica locura que en realidad pensaba que era. Mi objetivo con aquella oración era empezar una conversación, no una aventura que cambiaría mi vida.

La respuesta de mi padre me dejó sorprendida: "¿Te gustaría ir a ti también?" Durante esa tarde en el supermercado discutimos los pros y los contras de dejar atrás todo lo que conoces durante un curso. Yo mantuve mi actitud de ay-Dios-mío-qué-cosa-tan-súper-guay-me-muero-de-ganas-por-largarme-durante-diez-meses-yo-sola-a-la-otra-punta-del-mundo (nótese el sarcasmo) durante toda la tarde. Sin embargo, en algún punto de la conversación, mi padre dijo algo que yo recordaría más adelante: "Si hay algo que me arrepiento de no haber hecho, es haber ido a vivir y estudiar un año a un país como es Estados Unidos.".

No sé en qué momento dejé de ver todo esto como una auténtica locura. No recuerdo en qué momento empezó a crecer en mí la semilla de la ilusión, cuándo empecé a plantearme la posibilidad de largarme diez meses yo sola a la otra punta del mundo, a verlo como algo realmente factible. Solo sé que llegó un punto en el que dejó de haber vuelta atrás. No tenía ni idea de si iba a ser capaz de sobrevivir, ni idea de si iba a ser el mejor año de mi vida que todos prometían (sigo sin saberlo). Pero tenía claro que no quería arrepentirme de no haberlo hecho. Hubo un momento en el que verme a mí misma estudiando primero Bachillerato en un instituto de Gran Canaria empezó a ser una opción cobarde.

Abuelo, no estoy loca. Te prometo que no. Bueno, en realidad sí. Estoy loca de ganas por crecer, aprender, descubrir cosas, conocer gente y todos esas cosas clichés que se dicen y que no por ser clichés dejan de ser reales.

Ha habido momentos duros en estas semanas. He llorado abrazada a mi almohada, o hablando con mamá por FaceTime. He sentido cómo se me rompía el corazón y he deseado la llegada de junio para poder volver a casa. Me he mirado al espejo y me he preguntado a mí misma que qué hago aquí, que por qué vine. Afortunadamente, cada una de esas veces, mi reflejo de rostro inundado de lágrimas ha encontrado mil respuestas posibles. Vine porque me dieron la oportunidad, porque quería hacerlo, porque va a ser la mejor experiencia de mi vida. Vine porque estoy loca, porque quiero aprender y reírme y conocer y crecer. Vine porque sí, porque era la opción valiente. Vine porque quiero soñar en inglés. Vine porque no me voy a ir para siempre, pero, si no venía, no vendría nunca. Vine por mil y un clichés. Vine porque, cuando a mi hijo se le presente una oportunidad así, no quiero decirle que lo haga porque a mí me habría gustado hacerlo, quiero decirle que lo haga porque yo lo hice, y porque se convirtió en la mejor experiencia de mi vida.

Y en estos días, en los que estar triste es cada vez más raro, cuando estoy riéndome con mi hermana americana, o cantando a gritos con las chicas de soccer, o atravesando la línea de meta con los pulmones pidiendo aire a gritos, es en esos momentos cuando sonrío y pienso: "Por esto, por esto vine.".

Pequeña aclaración: Sé que el final queda precioso y muy poético como está, pero quería aclarar algo. Cuando cruzo la línea de meta no sonrío. Solo me caigo al suelo, me odio a mí misma y pido agua. Sonrío después, cuando me siento orgullosa por lo conseguido. Dime tú a ver quién se va a poner a sonreír después de haber corrido cinco kilómetros sin parar lo más rápido posible. Bueno, hay una persona, el chico que siempre queda primero, que se corre los cinco kilómetros en un cuarto de hora y sin parar de sonreír, pero los del equipo de crosscountry no estamos del todo seguros de que sea humano.






Ganadoras de un concurso de lanzar huevos sin romperlos.
Lo nuestro es arte y lo demás son tonterías.
La entrada "En Estados Unidos las pastas de dientes son más grandes" es un post del blog Nata Sin Fresas

7 comentarios:

  1. Me emocionas siempre... espero q aproveches al maximo esta experiencia y por favor... queremos fotos,un beso enorme
    Luis,Julia y Luis

    ResponderEliminar
  2. Eres grande, pequeña, muy grande.

    ResponderEliminar
  3. MADRE MÍA QUÉ BONITOOO! 😍😍😍
    Sigue escribiendo así de lindo y al final tendré que empezar a hacer la traducción en francés para que hasta en Francia se maravillen contigo.
    Te quiero آَرنَبَةُُ(coneja)♥️
    PD: sí, estoy aprendiendo árabe.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡¡Gracias, coneja!! Por lo que veo, dentro de poco la podrás hacer también en árabe...
      I love you (te lo escribo en inglés porque no estoy aprendiendo ningún idioma nuevo, no soy tan chupi guay como tú).

      Eliminar
  4. Te echaremos de menos en la maraton de cuentos solidarios. Que lo sepas. Bsss

    ResponderEliminar